BODAS DE ORO

Una luz que se sumerge

Por Sebastián Chaves |
  • Crédito David Redfern/Redferns.
Electric Ladyland, el tercer álbum de The Jimi Hendrix Experience, encontró al guitarrista dispuesto a torcer el brazo del rock y enredarse como nunca antes con mixturas de sonido afro, R&B;, soul y blues.

Para 1968, los Beatles y los Rolling Stones le habían dado la vuelta a la psicodelia. Lo que en 1967 eran portadas repletas de colores saturados, sargentos pimientas y mujeres-arcoíris, apenas un año después se había convertido en un ascetismo desconcertante. Por un lado, los de Liverpool salieron con un disco doble cuyo arte de tapa era totalmente blanco; por el otro, Jagger & Co. apenas le pusieron su nombre y el título a la de Beggars Banquet. En busca del rock and roll perdido, ambas bandas fueron por un neoclasicismo que tomaba la experimentación sonora y las grandes orquestaciones ya no como ingrediente vital, sino como condimento.

Pero así como para Beatles y Stones la psicodelia había sido un mojón más en su travesía eterna hacia la canción perfecta, para Jimi Hendrix era su esencia. Y Electric Ladyland, editado el 16 de octubre de 1968, la consumación del hecho psicodélico. Ya la portada es una declaración de principios: un primer plano de su cara detenida en pleno éxtasis guitarrero (¿un pictograma del orgasmo?) a la que parece habérsele aplicado un filtro de lava. Ni el nombre del trío (The Jimi Hendrix Experience) ni el del disco eran necesarios para la promoción. Luego de aquella incendiaria presentación en el festival Monterey Pop de 1967, Hendrix se había convertido, desde entonces y para siempre, en el héroe máximo de la guitarra eléctrica. Su cara, sus facciones y sus gestos eran suficientes.

En el pico de su carrera artística (y de sus obsesiones también), Jimi Hendrix se había conformado, en parte gracias al ojo de Chas Chandler –bajista de The Animals devenido productor musical–, como la primera estrella transnacional en la historia del rock. Nacido y desarrollado como guitarrista en los Estados Unidos, pero moldeado como rockstar en Inglaterra, fue mientras sobrevolaba el océano Atlántico, el 21 de septiembre de 1966, que pasó de ser Jimi James a Jimi Hendrix. Un bautismo oceánico que tuvo su continuación en “1983... (A Merman I Should Turn to Be)”, la suite-rock de Electric Ladyland en la que relata su periplo “Desde el ruido hacia el mar / No para morir sino para renacer” que le permitiría escapar de una superficie en la que las guerras eran la constante. Si para los Beatles la solución era sumergirse en un submarino amarillo, para él era, más directo y descarnado, convertirse en un tritón y recomenzar una nueva vida con su novia-sirena Catherina (una reformulación del nombre de Kathleen Etchingham, su pareja por aquel entonces). 

Durante los casi 15 minutos de duración que combinan “1983...” y su secuela “Moon Turn the Tides... Gently Gently Away”, Hendrix entrega desde su guitarra una melodía que se mece como una hamaca movida en el Apocalipsis al tiempo que da forma al arquetipo de la power ballad con una progresión armónica que décadas más tarde retomarán desde Metallica y Iron Maiden hasta La Renga. Una vez comenzado el descenso marítimo, todo se disuelve y se esparce en un soundscape que, en palabras de Simon Reynolds y Joy Press, “se anticipa al dub y a la música ambient al usar efectos de estudio para crear una versión auditiva de la Gran Barrera de Coral”. Y la disposición de los elementos representa “estrías de sonido como luces que refractan bajo el agua, racimos de riffs que se precipitan y dispersan como cardúmenes de peces tropicales, titilan como estrellas de mar y se dilatan cual anémonas”. Pero los tracks que anteceden y suceden a este binomio marcan con elocuencia que se trata de un viaje onírico con principio y fin, y que el marco acuático del sueño probablemente haya estado influido por el clima del día: “Rainy Day, Dream Away” (“Día lluvioso, a soñar”) y “Still Raining, Still Dreaming" (“Todavía lloviendo, todavía soñando”).

Es que, lejos de abogar por una psicodelia etérea y naif, The Jimi Hendrix Experience nunca abandonó su lascivia R&B (como sí lo habían hecho The Beatles y The Byrds, por ejemplo). El componente afro de su música se mantuvo presente para dar vitalidad rítmica a las jams lisérgicas que podían extenderse durante minutos: afrodelia. Si arriba del escenario Hendrix era esa figura incandescente que empujaría los límites del volumen a un nuevo nivel, para Electric Ladyland se había vuelto un científico ávido por repetir tomas, manipular las cintas, abusar de las sobregrabaciones y valerse de tantos invitados como sea necesario, hasta dar con el collage sonoro repleto de capas que mejor le permitiera poner en música su propia tensión interna entre lo cósmico y lo terrenal.

Tan mundano como fuera posible, “Crosstown Traffic”, uno de los puntos altos del disco, se arma como un hard rock prototípico que desparrama analogías entre la velocidad rutera y los placeres del sexo ocasional, aunque la libido de Hendrix desborda más en los jadeos soltados al final de los versos que en cualquier metáfora poco pulida. Sus inflexiones vocales son aquí un ejercicio de virilidad tanto como sus solos de guitarra. Y si de solos de guitarra se trata, todo parece estar contenido (y liberado al mismo tiempo) en el de “All Along the Watchtower”, su versión del tema de Bob Dylan que más que un cover es, tal como afirma Fernando García, un “ensayo psicoacústico” sobre el original. Desde el comienzo enmarañado hasta el final climático que se interrumpe por una nueva estrofa, pasando por la desaceleración abrupta que hace que el vértigo se derrita en el infierno, Hendrix funde (no fusiona) el soul, el R&B y el blues para crear su propia aleación de rock negro. Como si la faena no fuera suficiente, el tema que da cierre al disco no es otro que “Voodoo Child (Slight Return)” y su riff transnacional & popular. 

Rodeado de tanta gente y sustancia como pudo conseguir, Jimi Hendrix hizo de la grabación de Electric Ladyland su propia fiesta dionisíaca. Y aunque las sesiones (que empezaron en Inglaterra y terminaron en Nueva York) se volvieron interminables y los excesos incontables, jamás perdió de vista su objetivo principal: organizarle a la guitarra eléctrica una orgía en 16 canciones.